lunes

“Temperley” de Alejandro Tantanian y Luciano Suardi

Ana- Después de nuestro accidente. Después de aquella noche del 22 de diciembre, cuando nuestro auto fue devorado por la noche, después de aquel día el cuartito de arriba, el que nosotros veníamos a inaugurar, quedó cerrado para siempre.
Matilde, de a poco pudo seguir viviendo.
Los mortales se acostumbran.
Es la única forma de permanecer.
El dolor parece irse.
Pero hay un olvido que hace un trabajo.
El dolor no se va.
El dolor permanece, como guardián del infierno.
Y el guardián duerme, perro de siete cabezas.
Pero a veces se despierta.
A veces algo en el mundo lo despierta: un olor, una canción, una palabra.
Y entonces desata su furia.
Las siete cabezas se unen para desarmar el mundo.
Y a veces lo consiguen.
Nosotros, de este lado de la vida, resistimos.
Observamos lo que sucede allí.
Acá todo es distinto.
Algunos estamos obligados a recordar por siempre el último momento.
Recuerdo a Antonio a mi izquierda, sus manos en el volante, el caramelo Sugus entre los dientes, cantando bajito esa canción que tanto nos gustaba mientras los chicos, atrás, dormían esperando llegar a lo de la abuela Amparo, que seguro tendría miles de regalos de Navidad.
Y la escalera que va al primer piso.
La que llevaría al cuartito.
A nuestro cuartito.
Cerrado ahora, como el piano de Masha.
Pero Matilde volvió a tocar el piano.
Amparo, alguna vez, abrirá la puerta de ese cuarto y dejará que algo pase allí adentro, que algo bueno suceda.
Amparo vino en un barco.
Como Masha.
Y ellos saben que el mar a veces es violento.
Pero también saben que el mar conduce a la libertad.
Aquí, entonces.
Como alguna vez allá.

De todas formas no estoy más entre ustedes.
Soy olvido ahora.
Y a veces el dolor me obliga a recordarles que siempre estaré aquí… esperando que la noche nos vomite para lanzarnos al día.
Antonio, los chicos y yo pedimos siempre lo mismo.
Pero la noche tiene un apetito voraz.
“Dios sabe lo que hace”.
Eso decía Masha mientras apretaba en su mano la foto ajada del tío Aliosha.